En la tranquila villa Dos Trece vivíamos en un campo, un lugar donde las tardes eran mágicas. jugábamos en un bananal con mis tres hermanos y mis primos, rodeados de la naturaleza. Mi papa nos advertía:-“no jueguen ahí”-, lo repetía una y otra vez. Pero eramos niños rebeldes y curiosos, y la atracción por ese lugar prohibido era irresistible.
Un día, desafiando las advertencias de mi papa, decidir dejar mi huella en ese lugar y escribí mi nombre en uno de los bananos, dejando una marca que parecía ser el triunfo de la rebeldía infantil.
Mi papa, al descubrir mi travesura, me regaño con firmeza, enumerando posibles consecuencias. El menciono al “pomberito”, una figura misteriosa que al igual que en las leyendas del campo, nos asustaba con su presencia nocturna.
En aquel lugar apartado, no había ni agua ni luz eléctrica. Tomábamos agua de un aljibe cercano y traerla era parte de nuestras tareas diarias.
Esa noche, después de jugar de jugar afuera, sacamos las camas al patio. Mi papa y mi mama improvisaron una protección con tela mosquitera para resguardarnos de los molestos mosquitos, ya que el calor era insoportable. Nos sumergimos en la oscuridad y cerca de medianoche, mientras todos dormíamos profundamente, sentí un fuerte golpe en la nalga que me hizo gritar. Mis padres se despertaron ya consciente de lo que había sucedido, sabían que era el, una criatura pequeña y misteriosa de quien se rumoreaba que habitaba en los campos.
Un enano, con su mano diminuta, me había marcado esa noche, dejando una huella inolvidable en mi memoria y convirtiendo así la leyenda del pombero en una parte viva de nuestras experiencias del campo.
Desde entonces, nunca volví a desafiar las advertencia de mis padres y aprendí a respetar las leyendas que teje la imaginación en lugares tan singulares como ese campo, en Villa Dos Trece.
Autora: Ojeda Aldana.